Iba caminando. Y aunque sólo se escuchaban mis pasos en la vereda, sabía que no estaba sola.
Faltaban sólo cuatro manzanas para llegar a mi puerta, pero, conociendo muy bien mi barrio, tenía escalofríos cada vez que caminaba por sus calles de noche.
A tres cuadras de mi casa estaba la casa de los Sucios González. La llamábamos así porque esa casa había estado habitada por una familia que siempre se vestía andrajosamente a pesar de que podía no hacerlo. Hacía muchos años, ya que el señor González había fallecido de un ataque cardíaco (Las malas lenguas decían que era un alcohólico empedernido y que el mismo alcohol lo llevo a una muerte temprana), su familia se había mudado de barrio, dejando una casa que nunca nadie quiso comprar, pero que muchas veces servía de refugio para algunos desempleados y okupas.
Con mis compañeros de primaria siempre apostábamos a que ninguno se animaba a entrar a la casa, y ya en secundaria, la desvencijada casucha nos sirvió para juntarnos a hacer las cosas que no podíamos hacer en nuestras casas.
No era por superstición infantil, pero esa casa me daba miedo, siempre que podía cruzaba de vereda para no pasar por su puerta. Pero ésta vez estaba muy concentrada en la música, por lo que me olvidé de cruzar la calle.
Al pasar por la puerta me di cuenta de que estaba entreabierta, y una cabeza oculta en la oscuridad amenazaba con salir. No reaccioné a tiempo, y el hombre me agarró del brazo y trató de arrastrarme con todas sus fuerzas. Tiré y peleé, con uñas y golpes, pero él no me soltaba. Finalmente se rindió y decidió que la calle estaba lo suficientemente desierta como para hacerme allí lo que había querido hacerme dentro de la casa. Como pudo me saco la campera y con una navaja sin filo rompió mi remera. Cuando mis pechos quedaron al descubierto sus ojos se desorbitaron y se agarró fuertemente el pecho. El peso muerto cayó sobre mí y me aplastó.
Todavía no se como hice para sacarme el cadáver de encima, pero lo logré y como pude me puse en pie. Ahora recuerdo que en ese momento pensé "Menuda suerte que tengo" pero también fue ése el momento en el que me percaté de que no estaba completamente sola en la calle. Caminando suavemente hacia donde yo estaba, casi levitando sobre la losa venía una mujer, cubierta hasta los tobillos por un sobretodo negro. Su pelo suelto y ensortijado era del color del fuego y sus ojos eran del negro más profundo. Ella parecía haber visto todo el espectáculo, pero no había en su rostro el más mínimo rastro de afectación. En estado de shock lo único que se me ocurrió en ese momento fue la palabra "Correr" pero justo cuando pasaba por su lado y sentía ese olor a rosas divise, de refilón y casi por suerte, una sonrisa en su rostro. No era una sonrisa de fanfarronería, ni tampoco de felicidad. Era una sonrisa de complicidad. Seguí corriendo a los tropezones, pero con suficiente seguridad como para no volver la vista atrás porque no era bueno deberle favores a la muerte.
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Hace 7 meses.
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