- ¿Es irónico no?
- ¿Qué cosa es irónica Jazael?- Me preguntó el “hombre” de pelo negro azabache que estaba acostado en la cama de enfrente con los brazos detrás de la cabeza y mirando el techo.
- Ya te dije que no me llames así- Manakel suspiró ante lo que le había dicho.
- Como quieras Fabrizio- Me dijo resignado.
- Así esta mejor- Contesté satisfecho por haber logrado lo que quería.
- Entonces ¿qué es lo irónico?
- Si la analizás, mi situación es contradictoria Manakel.
- Que tenga mayor percepción que otros no quiere decir que pueda adivinar lo que pensás- Me dijo frustrado.
- Mirá, para empezar, soy ateo y estoy viviendo en una iglesia, segundo, mi compañero de cuarto es un demonio caído, que antes fue un ángel desterrado.
- La vida está llena de contradicciones e ironías, incluso la tuya es una vida muy contradictoria.
- Puede ser…- Contesté.
Manakel aparentaba tener veintiséis o veintisiete años pero sabía más que mi propio padre. Hablar con él era como hablar con una enciclopedia, siempre podías encontrar la mejor respuesta a lo que buscabas porque él sabía todo y todo lo contestaba sabiamente. Y mejor aún, no hablaba por hablar sólo porque hablar es gratis, cuando Manakel hablaba lo hacía porque tenía algo que decir.
Por ese motivo fue que me causo intriga su respuesta.
- Pero ¿por qué decís que mi vida es muy contradictoria?- Pregunte sin darle vueltas al asunto.
- Por eso mismo que dijiste- Me respondió quitándole importancia a mi pregunta y sin siquiera mirarme.
- A mi no me engañás Manakel, yo sé que no te conozco hace mucho y aún así siento que te conozco de toda la vida, si me dijiste lo que me dijiste es porque hay algo más.
- Bueno, en algún punto tenés razón, pero aún así no es momento de contarlo.
- Pero…- En ese momento alguien tocó a nuestra puerta.
- Pase- Contestó Manakel intentando salvarse de nuestra conversación.
La puerta se abrió y entro la hermana Zaira, una mujer que siempre se preocupaba por nosotros y nuestras necesidades, y había estado predispuesta a hacer lo que le pidiéramos desde que habíamos llegado.
Yo sabía que en general las monjas eran de esa naturaleza, mujeres buenas y humildes siempre dispuestas a ayudar al prójimo, pero aún así yo le profesaba un cariño especial a la hermana Zaira.
- Permiso.
- No hay problema hermana, ¿Qué desea?- Le pregunté mirándola fijamente.
- Venía a traerles sus ropas- Respondió sin levantar la vista. Siempre hacía eso cuando hablaba conmigo, a pesar de que tenía los ojos verdes más hermosos que había visto en toda mi vida. Lo que más me molestaba de su actitud era que eso lo hacía sólo conmigo. Hasta lo miraba a los ojos a Manakel que era una de las personas mas misteriosas que había conocido.
- Muchísimas gracias Zaira, no se si merezco todo lo que hacés por mí- Le dijo Manakel sonriendo.
- Todos merecen una ayuda señor Manakel, no importa lo que hayan hecho- Le contestó, mirándolo a los ojos y sonriendo a su vez.
Sinceramente yo tampoco sabía si merecía tanta bondad, no es que me hubieran echado del cielo y del infierno y ahora tuviera que vagar por la tierra indefinidamente como mi compañero, pero yo tampoco era el mejor ejemplo.
No era lo que todos habían esperado que fuera. Mi padre era abogado como toda su ascendencia, pero yo después de haber estudiado durante un año derecho decidí que juzgar a la gente por lo que hacía o dejaba de hacer no era lo mío, como tampoco defenderla porque nunca tuve un concepto definido del bien y el mal, siempre me había dejado llevar por mis sentimientos y por lo que creía aceptable e inaceptable.
Entonces me encontraba sin carrera universitaria, trabajando en el taller de un pintor (un trabajo poco estable según mis padres) y sin muchas aspiraciones en la vida, porque me costaba encontrar mis propias metas y deseos. Nunca había podido decir que algo me apasionara, excepto el arte, todo lo demás me daba igual. Yo hacía las cosas por comodidad no por decisión propia.
Una noche me encontraba en casa de mis padres, cenando sin hablar, como un autista porque yo vivía en mi mundo y mis padres odiaban eso. El hijo único que ellos esperaban que fuera cristiano apostólico romano, abogado y que tuviera un trabajo bien pago, no era otra cosa que ateo, no estudiaba nada y para colmo tenía un trabajo que era prácticamente sin paga.
Mi madre, el típico estereotipo de ama de casa, no miraba televisión porque decía que era indecente y también creía que pecaba por hacer la mayoría de las cosas que hace una persona diariamente, como por ejemplo: si decía alguna palabra indebida (por lo que siempre se había manejado con un vocabulario un poco pasado de moda) o incluso si no rezaba para agradecer cuando le pasaba algo bueno (aunque no hubiera rezado previamente para pedir).
Aún cuando no le gustaba que fuera como era, mi madre trataba de aceptarme y de mantener alguna conversación conmigo durante la cena que era el único momento del día en el que estaba con ellos, porque trataba de desaparecer de mi casa. A mí no me gustaban esos interrogatorios disfrazados de preocupación materna, porque sabía muy bien que las preguntas en realidad las hacía mi padre; y también sabía que respondiera lo que respondiera él lo iba a desaprobar, por lo que contestaba con monosílabos y no daba muchas explicaciones para no tener problemas mayores.
Mi padre, un señor correcto que me obligaba a rezar antes de comer y se quejaba de que el mundo estaba descontrolado y de que tendría que haber un mesías actual que cambiara todo, no soportaba que en su rebaño hubiera una oveja descarriada. Una vez cuando tenía dieciséis años, un temperamento un poco desquiciado y muy en claro que no quería ser católico, se me ocurrió hacerle una broma. Entonces mientras cenábamos le dije que me iba a hacer budista y que quería que me comprara un buda tamaño real para mi habitación.
Yo supuse que iba a ser graciosa la broma, pero no fue así. Mi padre empezó a gritarme, a decirme que nunca apoyaría que su único hijo estuviera metido en “esas cosas”, etcétera, etcétera. El regaño terminó con la cara de mi padre multicolor, un trozo de pollo que le obstruía la garganta, y mi madre haciéndole la maniobra Heimlich.
Pero volviendo a lo que es importante, estaba una noche cenando y mi madre me indagaba intentando sonsacar alguna información que nunca saldría de mi boca. Entonces mi padre se cansó de mi “cero comunicación” y me preguntó si pensaba retomar la carrera de abogacía, como lo había hecho él, y su padre, y el padre de su padre, y así sucesivamente, porque era una tradición familiar y bla bla bla.
Yo sin darle demasiada importancia le dije que no sabía lo que iba a hacer a partir de ahora, que mi vida era un libro abierto con las páginas vacías y que esperaba por ser escrito. Es decir, le dije que no tenía ni la más mínima idea de que hacer con mi vida, pero que seguramente no sería abogado.
Como cada vez que las cosas no se hacían como lo esperado (por él), me gritó, sermoneó y demás. Y yo seguía sin escucharlo, sin prestarle atención. Simplemente lo ignoraba.
Mi padre seguía hablando y se iba poniendo cada vez más colérico y a mi cada vez me importaban menos sus reproches y regaños. Fue entonces que dije basta y me fui a mi habitación a escuchar mi música “satánica y demoníaca” según mis padres.
Estuve encerrado en mi mundo musical durante unos minutos, cuando mi madre subió llorando.
- ¿Qué pasa ahora?- Pregunté fastidiado una vez que le había abierto la puerta, ya que yo la cerraba con llave.
- Tu padre se siente mal, le duele el pecho, me parece que está teniendo un infarto- Logró responderme entre sollozos.
Me sentí terriblemente culpable por lo que había hecho y salí corriendo inmediatamente a buscar su auto para llevarlo al hospital. Una vez ahí lo internaron y lo sedaron. Luego vino un médico y nos dijo que efectivamente mi padre había tenido un principio de infarto, que habíamos hecho bien en llevarlo inmediatamente a la guardia del hospital.
Esa noche la pasamos con mi madre sentados en la sala de espera del susodicho hospital, esperando que mi padre mejorara para poder verlo.
Eran ya las tres de la madrugada cuando unas personas que estaban sentadas cerca nuestro empezaron a llorar de alegría y a abrazarse: el médico que había estado hablando con ellos les había comunicado una buena noticia, y se notaba en la cara del profesional lo bien que se sentía por haber ayudado a su paciente.
Se notaba que disfrutaba de su trabajo, que el tener la capacidad de ayudar a alguien lo gratificaba, se notaba todo eso con sólo ver su sonrisa y su gozo.
Fue entonces que decidí que empezaría la carrera de medicina. Por supuesto no iba a ser fácil. Mi padre nunca iba a aceptar que yo fuera otra cosa que abogado, pero ya era hora de hacer algo por mis propias motivaciones, no por deseos ajenos. Así que esa noche le comuniqué a mi madre la decisión que había tomado en pocos minutos, le dejé saludos para mi padre, y me fui, porque ya era insostenible la relación que teníamos y no iba a poder despedirme de él sin causarle otro infarto o sin mentirle. Él era el domador más insistente y yo el león mas arisco e indomable.
Me lleve todas mis pertenencias de mi casa y fui a vivir al taller del pintor que no dudó en ayudarme.
Ahora tenía un sueño: ser médico y ayudar a los demás, pero no tenía ni trabajo estable ni casa propia. Pero aún así no me importó, porque por vez primera era más que “el hijo de…”, el que tenía que cumplir con el mandato familiar, el que tenía el destino designado desde antes de haber nacido. Yo era el que tenía una meta, y estaba dispuesto a alcanzarla.
- ¿Qué cosa es irónica Jazael?- Me preguntó el “hombre” de pelo negro azabache que estaba acostado en la cama de enfrente con los brazos detrás de la cabeza y mirando el techo.
- Ya te dije que no me llames así- Manakel suspiró ante lo que le había dicho.
- Como quieras Fabrizio- Me dijo resignado.
- Así esta mejor- Contesté satisfecho por haber logrado lo que quería.
- Entonces ¿qué es lo irónico?
- Si la analizás, mi situación es contradictoria Manakel.
- Que tenga mayor percepción que otros no quiere decir que pueda adivinar lo que pensás- Me dijo frustrado.
- Mirá, para empezar, soy ateo y estoy viviendo en una iglesia, segundo, mi compañero de cuarto es un demonio caído, que antes fue un ángel desterrado.
- La vida está llena de contradicciones e ironías, incluso la tuya es una vida muy contradictoria.
- Puede ser…- Contesté.
Manakel aparentaba tener veintiséis o veintisiete años pero sabía más que mi propio padre. Hablar con él era como hablar con una enciclopedia, siempre podías encontrar la mejor respuesta a lo que buscabas porque él sabía todo y todo lo contestaba sabiamente. Y mejor aún, no hablaba por hablar sólo porque hablar es gratis, cuando Manakel hablaba lo hacía porque tenía algo que decir.
Por ese motivo fue que me causo intriga su respuesta.
- Pero ¿por qué decís que mi vida es muy contradictoria?- Pregunte sin darle vueltas al asunto.
- Por eso mismo que dijiste- Me respondió quitándole importancia a mi pregunta y sin siquiera mirarme.
- A mi no me engañás Manakel, yo sé que no te conozco hace mucho y aún así siento que te conozco de toda la vida, si me dijiste lo que me dijiste es porque hay algo más.
- Bueno, en algún punto tenés razón, pero aún así no es momento de contarlo.
- Pero…- En ese momento alguien tocó a nuestra puerta.
- Pase- Contestó Manakel intentando salvarse de nuestra conversación.
La puerta se abrió y entro la hermana Zaira, una mujer que siempre se preocupaba por nosotros y nuestras necesidades, y había estado predispuesta a hacer lo que le pidiéramos desde que habíamos llegado.
Yo sabía que en general las monjas eran de esa naturaleza, mujeres buenas y humildes siempre dispuestas a ayudar al prójimo, pero aún así yo le profesaba un cariño especial a la hermana Zaira.
- Permiso.
- No hay problema hermana, ¿Qué desea?- Le pregunté mirándola fijamente.
- Venía a traerles sus ropas- Respondió sin levantar la vista. Siempre hacía eso cuando hablaba conmigo, a pesar de que tenía los ojos verdes más hermosos que había visto en toda mi vida. Lo que más me molestaba de su actitud era que eso lo hacía sólo conmigo. Hasta lo miraba a los ojos a Manakel que era una de las personas mas misteriosas que había conocido.
- Muchísimas gracias Zaira, no se si merezco todo lo que hacés por mí- Le dijo Manakel sonriendo.
- Todos merecen una ayuda señor Manakel, no importa lo que hayan hecho- Le contestó, mirándolo a los ojos y sonriendo a su vez.
Sinceramente yo tampoco sabía si merecía tanta bondad, no es que me hubieran echado del cielo y del infierno y ahora tuviera que vagar por la tierra indefinidamente como mi compañero, pero yo tampoco era el mejor ejemplo.
No era lo que todos habían esperado que fuera. Mi padre era abogado como toda su ascendencia, pero yo después de haber estudiado durante un año derecho decidí que juzgar a la gente por lo que hacía o dejaba de hacer no era lo mío, como tampoco defenderla porque nunca tuve un concepto definido del bien y el mal, siempre me había dejado llevar por mis sentimientos y por lo que creía aceptable e inaceptable.
Entonces me encontraba sin carrera universitaria, trabajando en el taller de un pintor (un trabajo poco estable según mis padres) y sin muchas aspiraciones en la vida, porque me costaba encontrar mis propias metas y deseos. Nunca había podido decir que algo me apasionara, excepto el arte, todo lo demás me daba igual. Yo hacía las cosas por comodidad no por decisión propia.
Una noche me encontraba en casa de mis padres, cenando sin hablar, como un autista porque yo vivía en mi mundo y mis padres odiaban eso. El hijo único que ellos esperaban que fuera cristiano apostólico romano, abogado y que tuviera un trabajo bien pago, no era otra cosa que ateo, no estudiaba nada y para colmo tenía un trabajo que era prácticamente sin paga.
Mi madre, el típico estereotipo de ama de casa, no miraba televisión porque decía que era indecente y también creía que pecaba por hacer la mayoría de las cosas que hace una persona diariamente, como por ejemplo: si decía alguna palabra indebida (por lo que siempre se había manejado con un vocabulario un poco pasado de moda) o incluso si no rezaba para agradecer cuando le pasaba algo bueno (aunque no hubiera rezado previamente para pedir).
Aún cuando no le gustaba que fuera como era, mi madre trataba de aceptarme y de mantener alguna conversación conmigo durante la cena que era el único momento del día en el que estaba con ellos, porque trataba de desaparecer de mi casa. A mí no me gustaban esos interrogatorios disfrazados de preocupación materna, porque sabía muy bien que las preguntas en realidad las hacía mi padre; y también sabía que respondiera lo que respondiera él lo iba a desaprobar, por lo que contestaba con monosílabos y no daba muchas explicaciones para no tener problemas mayores.
Mi padre, un señor correcto que me obligaba a rezar antes de comer y se quejaba de que el mundo estaba descontrolado y de que tendría que haber un mesías actual que cambiara todo, no soportaba que en su rebaño hubiera una oveja descarriada. Una vez cuando tenía dieciséis años, un temperamento un poco desquiciado y muy en claro que no quería ser católico, se me ocurrió hacerle una broma. Entonces mientras cenábamos le dije que me iba a hacer budista y que quería que me comprara un buda tamaño real para mi habitación.
Yo supuse que iba a ser graciosa la broma, pero no fue así. Mi padre empezó a gritarme, a decirme que nunca apoyaría que su único hijo estuviera metido en “esas cosas”, etcétera, etcétera. El regaño terminó con la cara de mi padre multicolor, un trozo de pollo que le obstruía la garganta, y mi madre haciéndole la maniobra Heimlich.
Pero volviendo a lo que es importante, estaba una noche cenando y mi madre me indagaba intentando sonsacar alguna información que nunca saldría de mi boca. Entonces mi padre se cansó de mi “cero comunicación” y me preguntó si pensaba retomar la carrera de abogacía, como lo había hecho él, y su padre, y el padre de su padre, y así sucesivamente, porque era una tradición familiar y bla bla bla.
Yo sin darle demasiada importancia le dije que no sabía lo que iba a hacer a partir de ahora, que mi vida era un libro abierto con las páginas vacías y que esperaba por ser escrito. Es decir, le dije que no tenía ni la más mínima idea de que hacer con mi vida, pero que seguramente no sería abogado.
Como cada vez que las cosas no se hacían como lo esperado (por él), me gritó, sermoneó y demás. Y yo seguía sin escucharlo, sin prestarle atención. Simplemente lo ignoraba.
Mi padre seguía hablando y se iba poniendo cada vez más colérico y a mi cada vez me importaban menos sus reproches y regaños. Fue entonces que dije basta y me fui a mi habitación a escuchar mi música “satánica y demoníaca” según mis padres.
Estuve encerrado en mi mundo musical durante unos minutos, cuando mi madre subió llorando.
- ¿Qué pasa ahora?- Pregunté fastidiado una vez que le había abierto la puerta, ya que yo la cerraba con llave.
- Tu padre se siente mal, le duele el pecho, me parece que está teniendo un infarto- Logró responderme entre sollozos.
Me sentí terriblemente culpable por lo que había hecho y salí corriendo inmediatamente a buscar su auto para llevarlo al hospital. Una vez ahí lo internaron y lo sedaron. Luego vino un médico y nos dijo que efectivamente mi padre había tenido un principio de infarto, que habíamos hecho bien en llevarlo inmediatamente a la guardia del hospital.
Esa noche la pasamos con mi madre sentados en la sala de espera del susodicho hospital, esperando que mi padre mejorara para poder verlo.
Eran ya las tres de la madrugada cuando unas personas que estaban sentadas cerca nuestro empezaron a llorar de alegría y a abrazarse: el médico que había estado hablando con ellos les había comunicado una buena noticia, y se notaba en la cara del profesional lo bien que se sentía por haber ayudado a su paciente.
Se notaba que disfrutaba de su trabajo, que el tener la capacidad de ayudar a alguien lo gratificaba, se notaba todo eso con sólo ver su sonrisa y su gozo.
Fue entonces que decidí que empezaría la carrera de medicina. Por supuesto no iba a ser fácil. Mi padre nunca iba a aceptar que yo fuera otra cosa que abogado, pero ya era hora de hacer algo por mis propias motivaciones, no por deseos ajenos. Así que esa noche le comuniqué a mi madre la decisión que había tomado en pocos minutos, le dejé saludos para mi padre, y me fui, porque ya era insostenible la relación que teníamos y no iba a poder despedirme de él sin causarle otro infarto o sin mentirle. Él era el domador más insistente y yo el león mas arisco e indomable.
Me lleve todas mis pertenencias de mi casa y fui a vivir al taller del pintor que no dudó en ayudarme.
Ahora tenía un sueño: ser médico y ayudar a los demás, pero no tenía ni trabajo estable ni casa propia. Pero aún así no me importó, porque por vez primera era más que “el hijo de…”, el que tenía que cumplir con el mandato familiar, el que tenía el destino designado desde antes de haber nacido. Yo era el que tenía una meta, y estaba dispuesto a alcanzarla.
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